Que el ciego que no ve, mira con el alma
Que el sordo que no escucha toca con el aura
El mudo continúa la historia con el espíritu y la mirada.
Imagine ahora a dos ciegos que se baten a duelo en combate de
esgrima inolvidable.
Nunca hay pasos hacia atrás, no ven si hay un fin.
Los floretes no se tocan, erran a metros.
Sacuden los bastones blancos, uno de ellos olvidó
desplegarlo.
Corre el otro con ventaja si se acercan con violencia.
Imagine usted el encuentro cual batalla a caballo de los caballeros de la Edad Media
con los escudos, armaduras y largas lanzas. Si estos muchachos se abalanzaran
claramente, el perdedor está cantado.
Nadie le avisa, el público es mudo, los miran y vibran con
silencio absoluto.
Quisieran pararse y golpearlos ambos, pedir que se apuren o
direccionarlos. Todos son gritos sordos para ciegos.
Los sordos tenían la entrada prohibida.
Piense ahora usted en un estrado de sordos y mudos. Unos
queriendo explicarle gritando a otros que no responden, porque aunque pudieran
no serían oídos. Los gritos cada vez serían más fuertes y terminaría por
cortarse el espectáculo; los ciegos no podrían concentrarse por los gritos de
los sordos a los mudos.
Imagine ahora usted que mientras yo desvarío contando todo
esto los ciegos siguen a tientas.
El acercamiento se produce al fin… Suponga que han pasado sólo
algunos momentos. Ambos están sumamente transpirados y cansados cuando el fin
llega. El Hombre no vidente del bastón blanco extendido toca al fin algo sólido
y vertical y se oye el sonido paradójicamente sordo de un cuerpo al caer. El
árbitro de la disputa cae al suelo y el ciego del bastón replegado tira el
último golpe al aire colisionando con el puño en la pálida mejilla de su
contrincante.
El público ensordece. No puede pretender usted que un mudo
enmudezca por claras razones.
Por supuesto, en la esgrima no se permiten los golpes con la
mano y finalmente, de la gresca, sale victorioso el ciego del bastón
prolongado.