domingo, 5 de febrero de 2012

Contrapicado

En el atardecer de un día poco húmedo pegaba una seca al cigarrillo, y sollozaba escasas gotas de sus ojos casi secos. Ante la situación comprometedora que había pasado la tarde anterior, decidió encontrar una solución a la problemática existencial que lo acongojaba. Pensando en su estado se imagino como un vagabundo trepidante, echado en la mano izquierda de una vereda confusa. Se sentía un foráneo en su tierra pero no encontraba palabras para amalgamar el dolor que había sentido la otra persona. Su tes le temblaba y cambiaba en continuidad, lo cual asustaba un poco a la gente que algo lejos pasaba de su posición.
Su miedo menos aterrador lo rodeaba y le hacía sentir el rigor de ser el de menor categoría. Sentía que todas sus miradas se posaban sobre él, se sentía un arácnido, se veía desde distinto planos, picado, contrapicado, lo alteraba cuando el primerísimo primer plano lo sorprendía de repente como colisionando contra él. Se sintió estúpido, por momentos amorfo, y de momentos no sentía.
Se vió en un rincón, en una esquina inversa que doblaba hacia adentro, en un fin de calle. Se confundía entre las bolsas de basura, se camuflaba entre los perros enfermos y perezosos. Su cabeza se tambaleaba, dolía, se tambaleaba mientras dolía, y sabiendo que el tambaleo le provocaba el jaquecoso malestar no podía dejar de hacer esos movimientos tan involuntarios y placenteros.
El tiempo pasaba lentamente en las carne y hueso. Quizás retrocedía, la idea de lo subjetivo, de todo lo que lo rodeaba le causaba gracia y pensar que cualquier cosa dicha por un sujeto de alta estirpe sin ser comprobada podía ser tomada como parte de la realidad. Pensó en crear un espeltesorio de madera y confundir a la gente con esa idea de poder transformarlo a bronce y lograr la perfección.
Como desarmado ante Goliat algo lo golpeó de pasada. Su situación lo llamaba lo traía nuevamente a la realidad; otra vez esa voz, ultima seca y a la casa, a resolver los inconvenientes que tan poco le molestaban pero lo rodeaban y recordó que así es la vida.


CABRERA, Luciano Ezequiel